lunes, 30 de abril de 2012

El método ACTIVA

ACTIVA
Somos emoción

El método Activa

Enseñar no es lo mismo que hacer aprender

 


En busca de un milagro


En relación con la enseñanza de idiomas, existe la idea bien asentada de que estos solo se llegan a dominar en la infancia. Se acepta comúnmente que el lenguaje moldea tanto nuestro desarrollo cerebral como nuestra percepción del mundo, aproximadamente durante los seis primeros años de vida, y que la capacidad de establecer nuevos patrones sinápticos se reduce vertiginosamente a partir de esa edad, toda vez que para entonces hemos aprendido a regirnos por esquemas conceptuales firmemente arraigados, difíciles de modificar.



A menudo la excepción que confirma esta regla son los adultos que por circunstancias personales viven en una situación de inmersión lingüística y acaban aprendiendo de forma práctica e intuitiva como lo haría un niño curioso. Y son estos los casos a los que suelen apelar algunos métodos de enseñanza "milagrosos" ―principalmente estadounidenses― que prometen resultados sorprendentes, amparados en dogmas como la inutilidad de la gramática o la primacía de lo oral. Pero ¿podemos aspirar a estos milagros cuando enseñamos a grupos de treinta alumnos que aprenden siempre en el mismo espacio físico e incluso tienden a olvidar la utilidad real de lo que aprenden, apremiados por sus objetivos académicos?

En primer lugar conviene reconocer que no se puede pedir que sea niño a quien no lo es. Esa curiosidad que lleva a explorar, experimentar y emocionarse en la infancia responde exclusivamente a una necesidad personal del propio hablante y sería inútil que el profesor intentara reproducirla, forzándola artificialmente en clase. Del mismo modo, se ven personas que al enamorarse de un extranjero aprenden rápidamente una nueva lengua, pero sería absurdo pretender que los alumnos actuasen del mismo modo por simple designio del profesor. Por ello los métodos que exigen una gran motivación individual resultan más indicados para el autoaprendizaje, pero no para situaciones de grupo donde la forma de trabajo se negocia, aunque sea tácitamente, entre toda la clase.

Por otra parte los profesores de lenguas contamos con la dificultad añadida de enseñar una asignatura que difiere de las demás en su naturaleza. Su propósito no es, en un sentido estricto, el de desarrollar capacidades preexistentes, como sería el caso del razonamiento lógico en las matemáticas. Tampoco un idioma extranjero suele conformar paquetes de información que se puedan almacenar sin más tras pasar por el cómodo filtro de esquemas conceptuales preestablecidos. Más bien nos enfrentamos a un conjunto de materias que obligan a al alumno a abrir nuevas conexiones cerebrales, a replantearse patrones mentales anclados de manera inconsciente a una edad muy temprana. Por eso la pregunta de a qué podemos aspirar no tiene una respuesta fácil.

Primeramente conviene recordar que ya en los años 20 del pasado siglo, el psicólogo estadounidense Edward Thorndike propuso una primera lista de tres “principios de aprendizaje”,  completada años más tarde por otros autores. Esta serie enumeraba los factores que, según estudios realizados, influían decisivamente en la adquisición de conocimientos y eran:

  1. Predisposición (readiness): los estudiantes deben estar en condiciones de concentrarse (tener cubiertas sus necesidades básicas, estar libres de preocupaciones, etc.) y el profesor debe poner en valor la materia de estudio para que los alumnos tengan interés en aprenderla.
  2. Ejercicio (exercise): comprende la repetición y la práctica de lo recién aprendido, ya que no basta una sola mención para retener nuevos conceptos.
  3. Efecto (effect): implica que el aprendizaje se afianza cuando va acompañado de sentimientos agradables o satisfactorios que hacen querer más.
  4. Primacía (primacy): los nuevos conceptos deben explicarse bien a la primera, ya que corregir a posteriori algo mal aprendido es mucho más difícil.
  5. Actualidad (recency): lo que se ha aprendido hace poco tiempo se recuerda mejor.
  6. Intensidad (intensity): la enseñanza es más efectiva cuando es clara, aguda, viva, dramática o emocionante. Esto implica que aprendemos más de la práctica que de la teoría. Por eso, en clase conviene buscar maneras de usar los cinco sentidos en beneficio del proceso cognitivo.
  7. Libertad (freedom): lo que uno elige aprender libremente se aprende mejor.
  8. Requisito (requirement): el alumno debe contar con los conocimientos previos e instrumentos adecuados para poder aprender conceptos complejos.
Los elementos enunciados por Thorndike (puntos 1-3) podrían dividirse entre los dos primeros, que son aquellos a los que suele prestar atención la tradicional enseñanza “a reglamento”, y un tercer punto, que junto con la ausencia de gramática y la prevalencia de lo oral bien podría constituir la clave de muchos métodos exprés del estilo de “Aprenda un idioma en quince días”.  

Sin embargo, es en el cuarto punto donde encontramos una observación fundamental para entender la enseñanza de lenguas. Aprender un idioma supone de algún modo “corregir” una manera anteriormente imbuida de pensar, sentir y expresarse. Obviamente el hecho de que los alumnos tengan su propia lengua materna no es algo que lamentar y el objetivo de un curso no debería ser nunca sustituir un sistema de pensamiento por otro, pero el hecho de que el idioma objeto de estudio deba competir con la propia concepción del mundo que tienen los alumnos plantea retos interesantes y lleva a la conclusión de que cualquier milagro al que queramos aspirar pasará necesariamente por acercar la nueva lengua al mismo plano identitario o lógico en que se mueve el alumno. 



El punto óptimo

En 1908 los psicólogos estadounidenses Robert Mearns Yerkes y John Dillingham Dodson mostraron matemáticamente la relación entre el nivel de activación y el aprendizaje representándolos como una U invertida. Ellos descubrieron que la asimilación cognitiva requería cierta activación emocional, pero solo en su justa medida, pues una vez alcanzado el grado óptimo, cualquier subsiguiente incremento en dicha activación solo lograría una merma del aprendizaje, especialmente cuando se trataba de conocimientos complejos o, quizá me atrevería a añadir, que desafían patrones mentales preestablecidos.


Si concedemos que los estados de ánimo bajos, como la depresión, o demasiado intensos, como la ira, dificultan el aprendizaje, resultará lógico pensar que en esta escala debe haber una franja o un punto de activación emocional óptimo donde el aprendizaje “fluya” de la forma más satisfactoria. Pero ¿qué dice la tradición pedagógica al respecto? Aquí resultan de especial relevancia las investigaciones del psicólogo húngaro Mihaly Csikszentmihalyi, que en 1975 defendió en su artículo Flow: The Psychology of Optimal Experience la existencia de un estado mental que podríamos llamar de “absorción”, o flow en inglés, en el que el individuo emplea sus habilidades al máximo.

En este estado las personas están hasta tal punto motivadas y “absortas” en la tarea que los ocupa, que dejan de ser conscientes del paso del tiempo o de necesidades humanas tales como el hambre, la sed o el sueño, ya que el propio ego desaparece. Es llegados a este punto que el trabajo resulta altamente gratificante y deja de exigir un esfuerzo. La misma fuerza ha motivado a genios y artistas de todas las épocas, desde Leonardo Da Vinci hasta, quizás, Francisco de Goya o Pablo Picasso y, aunque no podamos aspirar a emular a estos exponentes de su campo, tampoco hay razón para negar a los estudiantes los posibles beneficios del fenómeno descrito.

En el recuadro adjunto puede observarse que, para lograr el estado de absorción es necesario alcanzar un equilibrio entre el grado de dificultad de la tarea y la habilidad de quien la realiza, pues ambos deben ser altos. Si la dificultad es mucho mayor que la capacidad del individuo, será fácil caer en la ansiedad. Si, en cambio, es el talento lo que está muy por encima se cae en la relajación. Un valor bajo en ambos índices lleva a al apatía y solo una coincidencia de ambos en el nivel alto garantizan la consecución de un estado mental óptimo.

Según Csikszentmihalyi, el estado de absorción se logra solo si se dan cita tres factores esenciales:


  1. La tarea debe tener objetivos muy claros. Esto la dirige y estructura.
  2. Debe existir un equilibrio entre la dificultad que se presupone a la tarea y las capacidades de las que el alumno considera disponer.
  3. Debe existir una retroalimentación continua, clara e inmediata que permita al individuo ajustar su desempeño a los posibles cambios exigidos por la tarea.

Con todo, me atrevería a afirmar que esto no siempre es suficiente en la enseñanza. Es corriente que las personas se sientan muy motivadas cuando se aproximan a gran velocidad a su objetivo. El esfuerzo obtiene una considerable recompensa y los resultados, al ser destacables, alimentan la autoestima del alumno. Sin embargo para llegar a esta situación en un curso de idiomas es necesario que el principal objetivo del alumno sea precisamente aprender a comunicarse en esa lengua. Si alguien aspira únicamente a obtener una nota determinada, llenar un expediente, curiosear en las clases o, sencillamente, a trasladar a sus esquemas conceptuales un nuevo paquete léxico, es muy probable que acabe decepcionado antes unos pobres resultados y que, aun en el caso de ser estos buenos, no encuentre en ellos la motivación suficiente.


Somos emoción

Como consecuencia de todo lo expuesto, me he decidido a complementar mis clases con un sistema al que llamo método Activa. Este método persigue promover el grado de activación más adecuado en las clases, con independencia de si los alumnos aspiran a lograr un aprendizaje efectivo de la lengua o no. 

Como sabemos, existen materias más susceptibles que otras de ser aprendidas mediante el uso de las estructuras cerebrales superiores, aptas para el razonamiento lógico o abstracto pero desvinculadas del sistema límbico. Sin embargo las lenguas no entran en este apartado. Estas están de tal modo ligadas al mundo sentimental e identitario del individuo que su verdadera asimilación exigirá en la mayoría de los casos asociar de algún modo los nuevos conocimientos a impulsos emocionales que actúen de nexo y, por así decirlo, formen una suerte de sistema de archivo cognoscitivo. 

A fin de determinar las emociones con las que debía trabajar, partí de la lista básica propuesta por el psicólogo estadounidense Paul Ekman en 1983.

  1. Sorpresa.
  2. Asco.
  3. Tristeza.
  4. Ira.
  5. Miedo.
  6. Alegría.

Este conjunto es el de mayor aceptación entre los psicólogos actuales, en parte por abarcar únicamente emociones catalogadas como puras, es decir, que no surgen de la mezcla de otras pulsiones más elementales. Sin embargo esto no excluye la posibilidad de retocar su composición para adecuarla a nuestros propósitos.

Para empezar creí oportuno prescindir de emociones negativas, siguiendo las indicaciones de Thorndike y sus principios de aprendizaje. Cierto es que, sin perjuicio de mi elección, a veces me planteé crear actividades donde los alumnos tuvieran que tocar algo sin saber qué es (por ejemplo, un calabacín cocido) a fin de experimentar la utilidad de sentimientos tan poderosos como el asco (en este caso un asco inofensivo), pero concluí que esto exige un nivel de compromiso con la asignatura o las personas implicadas que lo hace inviable para la enseñanza de masas. Fue algo más tarde, en las navidades de 2011, cuando definí mejor la lista hasta dejarla en cuatro emociones esenciales, potencialmente útiles en las clases:

  1. Sorpresa.
  2. Incertidumbre (o una versión muy suavizada del miedo).
  3. Alegría.
  4. Vergüenza.
Descubrí que la sorpresa resulta fundamental en la dosis adecuada. En nuestra formación docente, muchos profesores aprendemos la conveniencia de establecer claramente los objetivos del curso y las actividades de clase. Incluso asumimos cómo el grupo responde mejor si tiene clara de antemano la estructura de la clase, ya que sabe en qué dirección avanzar. No obstante la realidad es que esto solo funciona hasta cierto punto, ya que una excesiva previsibilidad reduce el interés de los alumnos y, por si eso fuera poco, estamos suponiendo una vez más que estos comparten nuestros objetivos aunque los hechos indiquen que no siempre es de ese modo. 

Así, comprobé que complementar una clase bien estructurada con algunas sorpresas permite despertar a la concurrencia y la anima a estar pendiente, más allá del interés real que pueda tener cada uno en la materia. Mi objetivo no era de ningún modo improvisar, sino salpicar las explicaciones y actividades de pequeños elementos inesperados que mantuvieran al público atento de forma voluntaria. El resultado fue que me vi obligado con mucha menos frecuencia a apelar a la disciplina del grupo, incluso al tratar temas pesados, y conseguí mediante ciertas estrategias reavivar a intervalos esa expectación con la que a veces uno consigue que, en un grupo grande, todos asimilen algo complejo al mismo tiempo con independencia de su grado de interés.

Como ejemplo de las estrategias mencionadas, cabe decir que en mis clases tengo la costumbre de proponer por sorpresa actividades en las que hay que estar de pie o disponer los pupitres de otro modo. Las dinámicas son siempre distintas y, confío, divertidas. Otras veces modifico sin aviso algún juego conocido. Por ejemplo al enseñar los adverbios de dirección (arriba, abajo, adelante, etc.) suelo vendarme los ojos y pedirles que me ayuden con órdenes verbales a colocar un imán en el ojo de un animal previamente dibujado en la pizarra. Luego, tras añadir adverbios a la lista, altero el proceso de modo que el vendado sea un alumno. Por último, al repasar lo estudiado, pido que sean dos personas las que compiten, arengada cada una a voz en grito por su propio equipo. En estos momentos se alcanza tal intensidad que, sencillamente, resulta imposible sustraerse a la lección.

Asimismo, junto a la sorpresa, he experimentado en gran medida con la incertidumbre. La diferencia entre una y otra es que una llega de forma inesperada mientras que la otra explota la tensión de no saber qué o en qué momento va a pasar algo. Por ejemplo, a veces hago preguntas a los alumnos pero les doy la posibilidad, si no saben contestar, de decir simplemente “sopla”. Cada vez que esto sucede soplo una vez dentro de un globo que tengo en la mano. Lógicamente, si esto ocurre suficientes veces llega un momento en que el globo acaba explotando, y es precisamente el no saber cuándo algo así va a pasar lo que los mantiene totalmente concentrados en la actividad.

Otros días uso sus nombres en las frases de ejemplo o pido voluntarios sin decirles qué deberán hacer. Obviamente no siempre los consigo, pero la misma situación invita a los alumnos a estar alerta. Normalmente premio esta actitud con incentivos tales como mejoras en su evaluación continua o, por ejemplo, la posibilidad de influir en la elección de la película que verán al final del curso. Además las actividades pueden ser tan divertidas como tocar una ruidosa bocina cada vez que se use correctamente una estructura dada. Pronto los alumnos aprenden que participar es beneficioso e incluso divertido. Y por ello acaban ofreciéndose a participar con mucha mayor frecuencia de lo que cabría esperar.

Por su parte, la alegría es la emoción que más contribuye a fidelizar a los alumnos a un curso. Su influencia se debe notar tanto en la interacción con el grupo ―basada en una relación sincera, no forzada― como en lo ameno de las tareas y lo animado de las actividades comunes. Incluso la asimilación del vocabulario resulta mucho más eficiente si se dedica tiempo a hacer de ella algo más placentero. Por eso en clase me sirvo a menudo de reglas mnemotécnicas, a ser posible absurdas, para ayudar a los alumnos. De este modo aprenden con inusitada facilidad verbos como cobrar o volver, cuya memorización es tradicionalmente trabajosa, al asociarlos a afirmaciones tales como Kobra veloittaa henkeä” (La cobra se cobra la vida) o “Volvoni palaa (heehee)” (Mi Volvo vuelve/arde).

Es un truco prestado en realidad de un libro con el poco científico nombre de Aprenda un idioma en 7 días, escrito por el orador español Ramón Campayo, pero bastante efectivo en clase. En este y otros casos defiendo aprovechar todas las estrategias a nuestro alcance, pues una cosa es enseñar una lengua y otra más complicada es conseguir que esta se aprenda. Es debido a esto que he experimentado también con la vergüenza, planteada, eso sí, de modo divertido. He ideado actividades donde por ejemplo había que beber de un botijo o soplar a la persona de al lado, siempre cuidando de no poner en un brete a personas con dificultades sociales, y los resultados han sido tremendamente positivos. Al fin y al cabo, en cualquier curso de idiomas perder parcialmente la vergüenza es indispensable para lanzarse a hablar.


¿Adónde lleva todo esto?

El método Activa da prioridad al alumno, a su satisfacción, frente a la materia objeto de estudio. Partimos de la idea de que se puede aprender un texto de memoria o se puede estudiar una ciencia sin más ayuda que la propia capacidad intelectual, pero aprender a hablar una lengua a la fuerza, prescindiendo de toda implicación emocional, resulta prácticamente imposible. Por ello este método persigue ante todo multiplicar las experiencias placenteras de los estudiantes de ELE y solo después asociarlas convenientemente a conocimientos prácticos de manera que estos se asimilen con menos esfuerzo. 

En definitiva es de esperar que, animado por su propio progreso y por el vínculo creado entorno a las clases, cualquier persona tenga una buena posibilidad de entusiasmarse libremente por la asignatura. Y aunque esto no suceda, la experiencia seguirá siendo positiva, ya que las necesidades del individuo se hallan en primer término. Desde que concebí el método Activa me he concentrado en hacer que los alumnos quieran siempre volver a clase sin anteponer a ello las exigencias académicas. Las consecuencias, lejos de llevar a una relajación en el desempeño de los participantes, han sido un aumento general del rendimiento, un incremento muy notable del uso voluntario que los alumnos hacen del español y un crecimiento continuo del número de alumnos.

Ahora solo queda seguir experimentando. Este blog me servirá para dejar constancia de algunas de las técnicas que pruebe en clase, siempre con el afán de mejorar un poco cada día, pero creo que para que llegue a contener reflexiones realmente interesantes necesitará de la aportación de más profesionales. Te animo de este modo a comentar, criticar, proponer, contrastar... Estoy seguro de que todos los comentarios serán útiles y valiosos para conseguir, un curso tras otro, acercarnos más a nuestro pequeño milagro.